Debemos considerar que el sistema penitenciario francés no lo condenó a cumplir sentencia en la penitenciaría de Mettray, uno de los recintos más estrictos y terribles del país, por haber robado, violado o asesinado sino por atreverse a viajar en tren sin pasaje. Eso ya nos dice algo acerca de las prioridades de la moral cosmopolita, no importa en qué fecha se lea esto. Cuando le preguntaban si de haber pagado su boleto hubiese cambiado su vida por completo Genet preguntaba si uno creía en Dios: en tal caso habría que preguntarle a Él por tamaña ociosidad.
Mettray fue creado en 1840, bajo el reinado de Luis Felipe. Eso significa que su misión se hallaba bajo la égida del orden y el progreso, es decir, una utopía laica en la que confiar para apostarle la evolución del mundo y de las criaturas miserables a su cargo. Que si los golpes, que si las violaciones, que si el hambre, que si los goteos sin cesar volviendo locos a sus inquilinos una medianoche de verano cualquiera, todo era orquestado en nombre de una reinserción social progresiva y compasiva, digna del país de la Ilustración.
Si atendemos con Foucault que la administración de castigos es en esencia una reproducción de la genealogía de la moral de los pueblos civilizados implementada a los cuerpos entonces tenemos que el tránsito de Genet por las diversas instancias del sistema penitenciario francés (teniendo a Mettray por gran Catedral) no fue más que, se adivina, una preparación para la permanente decepción del sí mismo, o bien de la inminente destrucción de la confianza en la palabra como vehículo de cualquier posible revelación.
Quizás esto se siente a cabalidad en sus obras, lo mismo en su dramaturgia cruda, vil, que en su narrativa descarnada, aséptica de toda compasión por el otro que es síntoma de desilusión por el sí mismo.
Vamos a ilustrarlo de otro modo: hay que pagar por el placer de robar. Esto es más profundo que muchas de las disquisiciones filosóficas que podamos ensayar. Se trata del cálido a la vez que paralizante fin del juego simbolizado por la mano enguantada que aterriza a plomo sobre tu hombro derecho, digamos, anunciando el fin de una etapa. ¿Pero de qué profundidad estamos hablando? ¿Del tiempo detenido por la certeza del fin de todas las certezas? Hay que recordar que, mientras esto sucede, hay un mundo que sigue funcionando, indiferente a ti, como a Genet, como a todo el mundo.
La crueldad de esta metáfora, por lo demás muy real hasta doler en el tuétano, es gasolina para el trabajo literario de Genet. Lo que digamos en su favor es poco, dolorosamente poco. Y es una suerte para él, allá, indiferente, en su sepulcro de Larache.