viernes, 30 de diciembre de 2022

Jean Genet, exordio de sí mismo


El problema con Genet es que aún muerto y enterrado y tanto tiempo después de consagrado sigue siendo huérfano, y lo peor: de sí mismo. Hace más de treinta y tantos años que lo enterramos y nos sigue causando severos incordios. No hay nada qué hacer con él. No hay una receta que conjure a su fantasma. Si tan sólo supiera que nunca fue tan importante el no saber quién fue su padre ni de dónde provenía el cincuenta por ciento de su prosapia, incluso nos permitiría comprender mejor su obra, impecable de por sí, inmovilizada para siempre en la decisión que en 197X lo dejó en segundo (tercer, cuarto, décimo...) lugar para otorgarle el Nobel de Literatura que seguro habría dispendiado en bebida y en efebos marroquíes.

Debemos considerar que el sistema penitenciario francés no lo condenó a cumplir sentencia en la penitenciaría de Mettray, uno de los recintos más estrictos y terribles del país, por haber robado, violado o asesinado sino por atreverse a viajar en tren sin pasaje. Eso ya nos dice algo acerca de las prioridades de la moral cosmopolita, no importa en qué fecha se lea esto. Cuando le preguntaban si de haber pagado su boleto hubiese cambiado su vida por completo Genet preguntaba si uno creía en Dios: en tal caso habría que preguntarle a Él por tamaña ociosidad.

Mettray fue creado en 1840, bajo el reinado de Luis Felipe. Eso significa que su misión se hallaba bajo la égida del orden y el progreso, es decir, una utopía laica en la que confiar para apostarle la evolución del mundo y de las criaturas miserables a su cargo. Que si los golpes, que si las violaciones, que si el hambre, que si los goteos sin cesar volviendo locos a sus inquilinos una medianoche de verano cualquiera, todo era orquestado en nombre de una reinserción social progresiva y compasiva, digna del país de la Ilustración.

Si atendemos con Foucault que la administración de castigos es en esencia una reproducción de la genealogía de la moral de los pueblos civilizados implementada a los cuerpos entonces tenemos que el tránsito de Genet por las diversas instancias del sistema penitenciario francés (teniendo a Mettray por gran Catedral) no fue más que, se adivina, una preparación para la permanente decepción del sí mismo, o bien de la inminente destrucción de la confianza en la palabra como vehículo de cualquier posible revelación.

Quizás esto se siente a cabalidad en sus obras, lo mismo en su dramaturgia cruda, vil, que en su narrativa descarnada, aséptica de toda compasión por el otro que es síntoma de desilusión por el sí mismo.

Vamos a ilustrarlo de otro modo: hay que pagar por el placer de robar. Esto es más profundo que muchas de las disquisiciones filosóficas que podamos ensayar. Se trata del cálido a la vez que paralizante fin del juego simbolizado por la mano enguantada que aterriza a plomo sobre tu hombro derecho, digamos, anunciando el fin de una etapa. ¿Pero de qué profundidad estamos hablando? ¿Del tiempo detenido por la certeza del fin de todas las certezas? Hay que recordar que, mientras esto sucede, hay un mundo que sigue funcionando, indiferente a ti, como a Genet, como a todo el mundo.

La crueldad de esta metáfora, por lo demás muy real hasta doler en el tuétano, es gasolina para el trabajo literario de Genet. Lo que digamos en su favor es poco, dolorosamente poco. Y es una suerte para él, allá, indiferente, en su sepulcro de Larache.

lunes, 26 de diciembre de 2022

Crítica del kitsch puro

 

 

El kitsch no nació muerto sino congelado.

Su condición es la de una sensibilidad detenida en el tiempo profano de la certeza. En otras palabras, cada vez que alguien ha creído ser capaz de definirlo con seguridad, el campo de aproximación hacia su plena conceptualización ha sufrido un retraso, ya no sólo de años, sino de muchas épocas. Necesitamos un marco de referencia que no dote al kitsch de funciones derivadas de la apreciación artística, destino final de la interpretación de la pieza, sino de una comprensión operativa, en su propia estructura interna, derivada de la intención estética.

No se ha profundizado en ese detalle. Nos hemos quedado atorados en el "para siempre" oxidado, pétreo (y kitsch, ironías de la vida) del desdén sociopolítico con que Milan Kundera trató al concepto.

Duerme el flujo sin sosiego de los tiempos dentro de la comodidad de una bola de cristal navideña con nieve cayendo sobre una cabañita como la que habitaba Annie Wilkes en Misery (1990), con la esfera de cristal pulido flanqueada por un brontosaurio y un pterodáctilo tocados con gorros de Santa Claus. Lo que podríamos activar en la forma de una evocación para que el kitsch cobre vida fuera de este sepulcro feliz no sería otra cosa que el hálito encantador del deseo por una realidad como el 1985 alterno de Volver al Futuro II (1988). Sólo así adquiriría verdadera carta de naturalización en el mundo de Lizzo y Volodímir Zelenski, el de Elon Musk comprando Twitter y Messi vestido con un bish en la final de la Copa del Mundo. Y nos estaríamos arriesgando.

De hecho, kitsch rima con bish, y si consideramos que la cultura en tanto que receptáculo de significación admite las lectura que queramos en el marco de un método cualitativo que nos vuelve clarividentes del final de nuestras propias investigaciones, no nos debe sorprender que este conjunto de imágenes están fuera de lugar en la medida en que Qatar sigue latigueando adúlteras y alcohólicos y cuyo mundial fue marco de la muerte misteriosa de un periodista que alcanzó fama en una fotografía donde posaba con una camiseta con los colores de la bandera LGBT. Todo el escenario remarca el kitsch de nuestros tiempos. Tiempos fuera de lugar. Que no deberían suceder.

Si atendemos a las causas de la apreciación del kitsch como una entidad mutante, convertible y muchas veces reajustable siempre en torno a las características perniciosas de un (no-)arte que no vale más que para ser clasificado en nombre de la tranquilidad de las conciencias preocupadas, entonces asistimos al inventario de una definición que aún está por descubrirse.

Más todo lo que le falta para medio concluirse. Saber que más de siglo y medio después de que se utilizara el término para nombrar a los bocetos baratos con que se engatusaba a turistas en el Munich de los 1860´s seguimos apenas al inicio del juego nos debería inspirar un aserto más cercano a la teoría para una crítica del arte y más lejano de las ideologías de todo signo.

Sirva esta nota para declarar abierto para esta década un nuevo debate sobre el kitsch que verse esta vez sobre la intención estética.

Viva el lomo de cerdo con ciruela.

Jean Genet, exordio de sí mismo

El problema con Genet es que aún muerto y enterrado y tanto tiempo después de consagrado sigue siendo huérfano, y lo peor: de sí mismo. Hace...